Sarmiento y la fiebre amarilla


Hacia finales del siglo XIX, Buenos Aires era una ciudad en constante expansión, llegando a los 433.370 habitantes para 1887. Los grandes centros urbanos de la época se concentraban en La Recoleta y en el casco histórico, determinado por los barrios de Monserrat, Retiro, San Telmo y La Boca. 


Debido a la escasez de agua potable y las condiciones de hacinamiento de la población era normal encontrar grandes estanques de agua en la Ciudad donde proliferaban enfermedades, siendo la fiebre amarilla la epidemia más mortal de 1871, que terminó con la vida de 14 mil personas. El ex presidente Domingo Faustino Sarmiento decidió atacar el problema de raíz garantizando el acceso al agua potable a la población y, también, mejorando su distribución. Allí surgió la idea de crear un edificio en altura para poder almacenar grandes cantidades de agua con el objetivo de llegar a los grandes centros urbanos. 


Del rechazo al esplendor



 



En un principio el proyecto sufrió un profundo rechazo de los vecinos, principalmente terratenientes, ya que la idea de instalar un “gigante metálico” dentro del barrio fue calificado de “inmoral” por contrastar con los edificios de aire parisino. Por esta razón, la fachada fue pensada con un carácter ecléctico que no desentone con las propiedades de estilo europeo de la zona. 


Es importante considerar que las piezas prefabricadas por las empresas Royal Douton Company de Londres y Burmantloft Company de Leeds fueron traídas desde Inglaterra como un gran rompecabezas gigante. La singularidad de este viaje estuvo puesta en que los barcos amarrados debían volver con el mismo peso, por lo que las piezas fueron intercambiadas por lana, granos y distintos productos agrícolas que los ingleses se llevaron a su país.  


En cuanto a los materiales del edificio, se utilizó terracota inglesa color roja y símil madera, ventanales de cedro paraguayo y una cúpula en el techo que puede ser vista desde el colegio Lasalle. Por otro lado, alrededor del edificio se colocaron distintos escudos de las provincias, la República Argentina y la Confederación, todos tallados en madera.


La realización del edificio se basó en los planos del ingeniero inglés John Batlem, con la dirección del arquitecto noruego Olaf Boye y la participación de 400 obreros.


El interior del tanque se revistió de metal importado de Bélgica desde el primer al último nivel. Sin embargo, esta aleación ocasionó enfermedades en los obreros por intoxicación, así fue como, progresivamente, este material fue reemplazado por concreto. Ahora bien, este elemento se fue erosionando por la fuerza del agua y, en la actualidad, conserva esas marcas de humedad. 


La construcción de este gran depósito de agua significó un gran avance tecnológico y sentó un precedente para lo que fue la edificación de otros sitios semejantes en distintos barrios porteños. El segundo tanque de agua fue levantado en el barrio de Caballito, centro geográfico de la ciudad, luego se creó el tercero en Villa Devoto y, por último, el cuarto en Figueroa Alcorta y La Pampa, frente a los bosques de Palermo. Este último se encuentra activo actualmente.  


Fin de una era y actual monumento histórico nacional



 



Con el paso del tiempo el almacenamiento de agua por altura fue quedando obsoleto. Las nuevas tecnologías y la electricidad fueron la base del cambio al sistema de ríos subterráneos que funciona hasta la actualidad. 


Como consecuencia, el palacio perdió su función. Se desmantelaron tres de los cuatro niveles. Y, progresivamente, se fueron instalando oficinas administrativas, hasta que en 1978 el edificio quedó totalmente desafectado del almacenamiento de agua.


Años más tarde, en 1989, fue declarado monumento histórico nacional por medio de un decreto presidencial. Y, durante los últimos meses, se encaró el proyecto de restauración para que recupere la forma original del momento en que fue inaugurado.