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09/12/2025 - CULTURA EL OÍDO DE DIOS: DIEGO Y LA BELLEZA DEL LENGUAJEDiego Armando Maradona admiraba profundamente a quienes honraban el lenguaje. A esos que podían decir, con precisión y belleza, lo que a él a veces se le escapaba entre el corazón inmenso y la formación limitada. Diego siempre fue más del grupo de Boedo que del de Florida; más de los arrabales que de los escritorios. ....LEER MÁS ... Pero jamás por eso dejó de venerar a los artistas del decir: a los que afinaban una frase como otros afilan un cuchillo, a los que convertían un adjetivo en una revelación. Él, en cambio, había encontrado de pibe su propia forma de hablarle al mundo. No con la lengua escrita, sino con el cuerpo entero. Diego decía cosas cuando la pelota estaba en el aire. La bajaba como se baja a una dama de un carruaje antiguo, con una delicadeza que desmentía cualquier prejuicio. Cada control suyo era un verso perfecto, cada gambeta un adjetivo puesto en el lugar exacto, cada pase una oración que abría caminos. Diego siempre dijo que había aprendido a hablar antes que a gambetear. Y nadie le creyó. Pero era cierto. Antes del potrero, mucho antes del barro que le crispaba los pies y del sol que le hervía la nuca, Diego afinaba una devoción silenciosa: la escucha. No la de los consejos —a esos les hacía un caño y seguía—, sino la del lenguaje. La palabra justa. El adjetivo limpio. El sustantivo en el lugar preciso, como un pase filtrado que rompe la defensa. Por eso, cuando conoció a Leonardo Favio, sintió la misma vibración que cuando veía venir una pelota picando torcida: sabía que lo que venía era magia. Le fascinaba cómo Favio acariciaba una frase, cómo podía hacer del silencio un personaje y de una palabra una plegaria. — Vos hablás como si los ángeles te escribieran el guión, maestro —le dijo Diego esa noche. Y Favio entendió que ese elogio valía más que cualquier vitrina llena. Con Antonio Carrizo encontraba otra belleza: la precisión. Carrizo tenía la puntería del periodista que jamás falla un centro. Cada palabra suya parecía elegida con guantes, sin sobra ni exceso. — Es un genio, Antonio. Cómo lo admiro. Tiene el porte de un cinco del decir —le dijo Diego. Y Carrizo, siempre tan sobrio, permitió que una sonrisa mínima le aflojara el gesto. Imagen ![]() Diego tenía un radar para detectar la belleza del habla, la misma belleza que él encontraba en un caño, en un enganche, en un pase imposible. A Alejandro Dolina lo escuchaba como quien contempla una arquitectura invisible. Dolina hablaba del barrio, de la noche, del alma, y Diego veía una cancha hecha sólo de palabras, donde cada término encontraba su destino. — ¿Cómo se hace, maestro, para bajar tantas palabras tan lindas? —le preguntó una vez. Y Dolina rió con ese pudor elegante que tienen los que saben lo que valen. El mundo veía al futbolista, al mito, al hombre que convertía lo imposible en rutina. Pero Diego, cuando bajaba revoluciones, era un oyente profesional. Tenía un radar para detectar la belleza del habla, la misma belleza que él encontraba en un caño, en un enganche, en un pase imposible. Y así como su zurda creó un lenguaje propio —hecho de aire, potrero y milagro—, él admiraba a quienes podían hacer lo mismo pero con la palabra. Porque Diego, sin saberlo, había sido siempre un poeta del potrero, un escritor del aire, un narrador de lo imposible. Y cada vez que la pelota bajaba mansa a sus pies, él también estaba honrando el lenguaje. Sólo que el suyo era de cuero, viento y milagros. |
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